Estoy sentada en unas escaleras. Detrás, dos puertas pintadas de un color verde botella, enfrente una estrecha calzada de ladrillos. Más allá un canal por donde navegan barcas, barquitas y barcazas. Amsterdam entre bicicletas, canales y tulipanes. A mi izquierda y junto a una barandilla, un tiesto de piedra con florecitas de color lila. Una mariposa de madera clavada en la maceta, mueve sus alas con el vaivén del viento. A mi derecha, la otra barandilla con el mismo tiesto y las mismas florecitas, pero esta vez sin mariposa.

Se fue el invierno con el gris y el frío. Ahora los días son largos y la primavera alegra la ciudad. Sus habitantes salen a beber y comer en sus concurridas terrazas y sobretodo, a navegar por los canales. La ciudad tiene una luz preciosa. Se abre la puerta a mis espaldas y sale la familia que habita en la casa: una pareja y dos niños. Nos saludamos y rápidamente les dejo el paso despejado para que puedan bajar por sus escaleras. Reemprendo mi paseo entre bicicletas y peatones. Las primeras tienen prioridad sobre los segundos, así que hay que ir con cuidado para no ser atropellado.

En las plazas ya se venden tulipanes. Este es el paraíso de mi flor preferida. No muy lejos de aquí y cada año, el jardín botánico más grande del mundo, el Keukenhof , exhibe millones de flores que con esmerado mimo, han sido plantadas en coloridas formaciones. Este año estará cerrado. Una pandemia de coronavirus que afecta a la humanidad obliga a cerrarlo al público. Los millones de bulbos que plantan cada año, no podrán ser disfrutados por los miles de turistas que visitan este lugar.

Avanzo en mi paseo bordeando los canales flanqueados por esas fachadas tan de aquí. Casas estrechas, desiguales, algunas torcidas. Un paisaje urbano único. Los ancianos holandeses están en forma: toda su vida sobre una bicicleta y cuando llegan a su hogar, suben escaleras empinadas imposibles. Llego a la Estación Central que siempre es un hervidero de gente que va de aquí para allá. Prefiero los canales tranquilos y los rincones recoletos.
Estación Central, 20.00 horas.
Me apresuro a coger el tren que me llevará al aeropuerto. Freno para dejar pasar a un chica ciega que camina con su perro guía. La sigo con la mirada y avanza con agilidad hacia un lateral cruzado por una viga de hierro. Cuando me doy cuenta, el perro pasa por debajo sin obstáculo alguno y ella se «traga» la viga. Un segundo antes le chillo en inglés: ¡Cuidado!, pero es tarde y no logro disuadirla. Avanzo rápido hacia ella, le pregunto si se ha hecho daño, si necesita ayuda. Indignada me dice: ¡Perro estúpido!. Le regaña. Y concluye muy enfadada: ¡No, no necesito ayuda!

Me quedo entre sorprendida y preocupada. No ha pedido ayuda en una situación de tanta vulnerabilidad. Preocupada por el golpazo que se ha dado en la cabeza, dudo que esté bien. Ella sigue con su perro guía salvando obstáculos en la estación. Se aleja regañándolo. Después de dar varias vueltas sin ubicarse, llega al control automático de billetes. El perro se para justo delante de dónde ella debe colocar el billete. Le da un premio, pasan y se pierden entre el gentío. Ciertamente, no necesitaba ayuda.
Estoy en Amsterdam. Nunca me canso de esta ciudad. Amsterdam entre bicicletas, canales y tulipanes.