Año 2012. Diciembre. Está amaneciendo. La ciudad empieza a desperezarse. Mi segundo viaje a Cuba y mi primera noche en La Habana Vieja. Salgo al balcón desde el que se divisa la Plaza. Está prácticamente vacía.
Lo que veo se asemeja más a un pueblo que a una capital.

Los faroles de la Calle Baratillo iluminan tenuamente la Habana Vieja. Estamos en la zona más antigua de la ciudad. Aquí se vendían las mercancías baratas, de ahí el letrero que estoy viendo desde mi balcón. En una de las esquinas de la plaza, la de las calles Baratillo y Obispo se encuentra la antigua Casa de los Condes de Santovenia, un enorme edificio creado a principios del siglo XVIII. En 1867 la casa se convirtió en el Hotel Santa Isabel.


Una típica casona colonial que descubrí en mi primer viaje a Cuba y me prometí que algún día volvería. Aquí estoy, en una espaciosa habitación decorada a la vieja usanza, en un lugar privilegiado rodeado de historia. Salgo al balcón. Corre un airecito fresco. La fachada se prolonga hasta el final del edificio, sin separaciones en las habitaciones.
Con las primeras luces , salgo a caminar por el larguísimo balcón y los porticones de las habitaciones están cerrados
Llego al otro extremo de la casona para tener otra perspectiva de la plaza. En el suelo, me encuentro un puro habano apagado a medio fumar y un mechero «Bic» de color azul. Alguien lo habrá dejado para proseguir fumando más tarde.
En esta plaza nació La Habana. Un lugar, hoy apacible, que fue testigo de la fundación hace 500 años de la villa de San Cristóbal de La Habana. La Plaza de Armas fue la primera y más importante de todas las creadas en la urbe colonial. ¿Es posible más carga histórica?.


Desde aquí se divisan los antiguos muros de la torre del Castillo de la Real Fuerza de La Habana, una fortaleza militar ubicada en la bahía de la ciudad.
Atisbo a ver La Giraldilla, el símbolo de La Habana, la escultura fundida en bronce más antigua de esta ciudad
Cuentan que la bella doña Isabel de Bobadilla, casada con Hernando de Soto, nombrado por el rey de España, Carlos I, como Capitán General de Cuba, esperaba durante largas horas a su esposo en la torre de vigía del Castillo de la Real Fuerza, que por aquel entonces era vivienda del gobernador de la Isla. En ella está inspirada la escultura cuyo nombre se debe al gobernador Bitrán que bautizó la veleta con el nombre de Giraldilla, en recuerdo de la Giralda de su ciudad natal, Sevilla.

Ya luce el sol y mientras disfruto del desayuno en la terraza del hotel, observo el devenir de este histórico lugar. Destaca el mercado de libros usados al que empiezan a llegar los primeros clientes. Aquí mi padre hubiera disfrutado de lo lindo… Pueden encontrarse ejemplares singulares que no hay en ninguna otra librería de la ciudad. La temática, en su mayoria, es de corte político. Desde mi «tribuna» atisbo a ver un libro con la mítica foto del Che Guevara, inmortalizado por el fotógrafo cubano Korda. Una de las imágenes más reconocible del mundo.

Es momento de pasear por La Habana. Algunos de sus clásicos, a pesar de ser muy turísticos, siguen teniendo su sabor. Por ejemplo, sus coches de los años 30, 40 o 50. Cuba cuenta con uno de los parques automovilísticos más antiguos del mundo: los coches americanos dejaron de entrar en Cuba en 1959. Un paseo por el Malecón o el Paseo del Prado en un «carro» americano de los años 50, es una experiencia que sólo es posible aquí.
“Mi Mojito en la Bodeguita. Mi Daiquiri en El Floridita»
El Floridita abrió sus puertas en 1817 con el nombre de «La piña de plata» y después se llamó «La Florida», hasta convertirse finalmente en «El Floridita». Es un bar tradicional, que aún mantiene su esplendor, decorado al estilo de los años 50. Se hizo famoso gracias al escritor estadounidense Ernest Hemingway, que era un cliente habitual. Y en «El Floridita» se le recuerda con una escultura de bronce que lo inmortaliza acodado en la barra. Su frase «Mi mojito en La Bodeguita, mi Daiquiri en El Floridita» se popularizó y todavía hoy atrae a turistas de todo el mundo. Los precios del establecimiento son turísticos, quizás desorbitados.

Hay mil razones más para enamorarse de La Habana, tres imperecederas: caminar por sus calles y rincones, cada vez mejor conservados; hablar con los cubanos y disfrutar del son cubano bailando hasta la extenuación. Por ello, sigo escuchando la canción «Chan Chan» de Buena Vista Social Club que me ha acompañado mientras escribía este post.
¡Hasta siempre, Cuba!